domingo, 6 de octubre de 2013

En la calles, los árboles babeaban gotas heladas y el césped irisaba cristales que más tarde se disolverían expuestos a la débil luz solar.
Una línea azulina se filtraba por entre las hojas achicharradas y se descomponía en fragmentos del arcoiris en cada gota congelada.
Salí valientemente a la calle, a buscar el pan crocante para el desayuno.
El frío me entró como un puñal hasta el más recóndito rincón de mis pulmones, mientras el escaso retazo de piel que no cubría mi bufanda sentía un atemporal bochorno. El aire de frío bajo cero, quemaba.
Me divertía el desafío de mi respiración. Y el chorro gaseoso simulando una bocanada de humo que salía de mi boca y de la nariz.Al volver a inspirar, unas gotitas húmedas quedaban en el piso del extremo.
Pasé frente a una vidriera y repetí el gesto de mirarme. Gesto antiguo de coquetería acostumbrada, que con el paso de los años había conservado. Aunque ahora, la corva de la espalda comenzaba a notarse, y a veces bastaba mirarme para cambiarme el humor.
Esa mañana, apenas si de reojo traté de reconocerme y heché culpa al excesivo abrigo que me había superpuesto.
El aroma del pan crujiente me recordó al del café calentito que bebería en cuanto regresara a casa.
Sentía los pies helados. Las botas no me protegían lo suficiente de la travesura irresistible por la cuál, cuando niña me gané muchos regaños:me encantaba sentir bajo mis pies cómo se quebraba la solidez de algún charco.
Mientras hacía mi camino diario, ví a un cachorro tiritando. Me dio pena.Sin embargo seguí de largo.
La panadería vivía el bullicio de la clientela que se saludaba mientras hacía algún comentario por el temporal del día anterior.Habían refugiado a varias familias indigentes en los vagones del ferrocarril y estaban haciendo una colecta para llevar ropas, comida y remedios.
 Luego de colaborar-  pues me pareció lógico el pedido- se me presentó la imagen del perrito atherido.
Tomé con las dos manos mi bolsa con el pan recién sacado del horno sintiendo cómo mis dedos perdían su rigidez y el calor me entraba confortándome al menos las extremidades superiores.
Salí decidida a recoger al animalito abandonado con una especie de reproche interno por no haberlo hecho antes.
Al doblar la esquina, un viejecillo de esos que piden monedas a la salida de los templos, lo tenía en sus brazos; se había sacado sus harapos y con ellos lo abrigaba.
Quede contemplando aquél enternecedor cuadro. Ví cuando el viejo contaba sus escasas monedas cercano a unas de las vidrieras. Entró al bar de la esquina, trajo un vaso de leche que supuse tibia, la depositó en el suelo, y acercó al animal para que la bebiera.
Luego de un rato que pasó sobando el lomo del animal, lo hizo corretear tras de sí, y se alejó con él...
Me quedé desde donde estuve en el principio, mirándolos,ambos alejarse con sendos chorros  de aliento humoso que salían de sus bocas, cuidándose mutuamente.
Cuando tomé por fin la decisión de volver a casa, el pan se había enfriado.
 Pensé si mi corazón no se estaría enfriando como esos bollos que llevaba dentro de la bolsa de papel estraza.