SIEMPRE EN PRUEBA
domingo, 30 de marzo de 2014
RECUERDOS
Recuerdos que afloran periódicamente; los que sin propósito alguno sembró mi madre constante en su amor presente.
Cada quién configura su memoria como mejor pueda.
Por fortuna, guardo mayoría de recuerdos buenos. Los malos estarán registrados en algún oscuro rincón del inconsciente, Freud dixit.
La infancia es un refugio de los adultos. Y no escapo de la ley, aunque ignoro los motivos.
Hasta los momentos que antes me parecieron terribles, hoy se invisten de ternura. Refuerzan las ganas de seguir existiendo.
Ahora, en este mismo instante, como un ejercicio de asociación libre, se agolpan en desorden y con una velocidad asombrosa, los edificados en compañía de mamá.
Eran los tiempos en que tener a la muñeca Linda Miranda, la que camina y habla, era un privilegio de pocos. El seis de enero de 1954, los Reyes Magos, me la dejaron al lado de los zapatos, en la ventana de mi cuarto.
Linda Miranda tenía casi mi talla, calzaba zapatos blancos, estaba vestida de azul, de vaporoso tul. ( como la de la canción infantil: "Tengo una muñeca vestida de azul, zapatitos blancos y medias de tul.......La llevé a paseo y se me enfermó, la puse en la cama con mucho dolor..". –Bueno, pensándolo bien, qué triste!). En su rostro perfecto, unos inmensos ojos azules se abrían y cerraban según el impulso que le diera. La cabellera castaña se sujetaba en un moño de satén también azul. No tenía ningún mecanismo sofisticado que la hiciera caminar por sí misma, sino que debía tomarme el trabajo de asirla por sus manitas e inferirle movimientos que por una sencilla mecánica hacía que sus piernas se movieran imitando pasos hacia adelante. En la espalda, un grosero aparato redondo, hendido en la loza, repetía monótonamente: Mamá, mamá...
Curiosamente, la mostraba orgullosa a mis amigas, pero, no me movía al conmovedor afecto que supuestamente debía despertarme. Tal vez la tiesura de la loza con la que estaba hecha, su frialdad, el lujo de su ropaje haya influido en ello.
Madre, sin reprocharme al respecto, -
Sin embargo, en una de esas tardes mágicas de otoño, cuando detenía su trabajo de ama de casa y me sentaba a su lado para contarme cuentos -, comenzó a inventar una historia cuya protagonista era " la muñeca del amor" ...
Nos habíamos sentado cerca de su máquina de coser. Más precisamente, ella al frente y yo a su lado, en mi silla fabricada por mi abuelo Miguel. Mamá sujetaba entre sus manos una caja vacía de sus polvo facial cuyo olor no puedo describir pero que aún persiste en mis imágenes. Fué cubriéndola con una tela mullida, le bordó una carita dulce, le pintó mejillas sonrosadas mientras me narraba una versión libre de la creación bíblica de la primera mujer. Luego, con retazos de lana de un pullover destejido, le sujetó una cabellera enrulada.Cortó la forma del cuerpo, y luego de coser por los contornos, lo rellenó con algodón. Y antes de darle la última puntada, metió en el cuerpecito una bolsa pequeña de gasa con un "poupurrí "de flores secas que olían a lavanda y a azahar
–"ésta es el alma"- me dijo.
Cada material usado, significaba alguna alabanza por lo creado.
Le confeccionó un vestido con puntillas y ruches en abundancia, y en los pies le colocó un par de zapatitos también hechos por ella...Y me la regaló.
La tomé entre mis manos e inmediatamente la apreté contra mi cuerpo tal como mi madre lo hacía conmigo. Yo estaba fascinada.. Me resultó tan natural el calor que sentía ...
.Le pusimos un nombre luego de discutirlo entre risas y más explicaciones.Mamá sugería. Eva y yo Susana (por entonces mi amiga de juegos querida, se lamaba Susana).
Obviamente, Susana fue el nombre que se ganó la muñeca junto con todas las caricias," nonis nonis", paseos, diálogos y participaciones que mi imaginación de nena podía crear.
Cuando vinieron mis amiguitas a casa, les presenté a Susana. La miraron apenas y sus ojos codiciosos buscaron a mi Linda Mirandaque sin problemas se las pasé para que jugaran con la patitiesa .
Tuve entonces, la tarde entera para Susana.Descubrí que era tierna, amable, se dejaba abrazar y cuando le propinaba mis besos el aroma de los afeites de mamá se metían en mí provocándome la sensación de tenerla a mi lafo también en ese instante : una seguridad franca que hoy aflora con sólo evocarla.
Susana fue la muñeca que me acompañó en mi dormir infantil. Yo la quería entrañablemente, pero nunca me planteé la idea que mamá me transmitía nombrándola como la muñeca del amor...
Muchos años más tarde, entendí los mil y un significados que ella encerraba: el momento de íntimo regocijo de mi madre, el lazo que se tendía blando y tierno entre nosotras, la siembra amorosa en mi alma que perduró toda mi vida. el tiempo dedicado , el esmero en cada gesto...
Hoy ya no dudo: mi muñeca de trapo fue el resumen de muchas cosas, sobretodo, del recuerdo de la incondicionalidad del amor maternal.
Cuando ya ni Susana ni mamá están en este mundo, las tengo para siempre, en el alma, emanando aroma a lavanda y a azahares. y comprendo plenamente por qué mi madre se refería a la muñeca del amor...
(Escrito en el año 2006)
miércoles, 5 de marzo de 2014
Trilogía Nocturnal
NOCHE I
En los bordes de la noche tejo
Indecentes caricias
doloridas de soledad.
Un gemido de nácar
Me asciende la garganta
NOCHE II
Libros que lucen frases despliegan la vida que no viví.
Un grillo golpea en la ventana y canta. ¿Canta?
El patio azul de mi infancia abre su falda
Me siento en las rodillas de la noche
Y un cuento que cuenta cuentos
Vuelca palabras para mis sueños.
NOCHE III
El sueño se hamaca sutil, en el borde de la luminaria.
De pronto, me mira y ríe a carcajadas. Se burla de mi absorta mirada.
Le saco la lengua,
Le recito en voz baja, y nada.
Él allá arriba, contento
Y yo, dando vueltas entre sábanas
martes, 4 de marzo de 2014
Estas cosas pequeñas de todos los días caben en un puño y son todas mías: esa hoja tan verde, ese grillo que canta, esa piedra diminuta, un escaramujo seco, aquél colibrí detenido, la gota del rocío , - tal vez - , la nube que pasa…
El sol incendia las paredes en enero. Metálicas, las calles hierven al son de las chicharras. La siesta se acuesta sobre un banco de arena, expandiendo un sopor que pesa sin pausa.
Enero en el hemisferio Sur. 43° grados de calor a la sombra. Sensación térmica de sofoco insoportable. Un niño en harapos, piojoso y moquiento golpea a la puerta pidiendo agua fresca.
Desconociendo las reglas de la buena salud, le alcanzo un vaso enorme y burbujeante de bebida cola con tres cubos de hielo que hacen transpirar la copa.
Le brillan los ojos al niño que aferra mi obsequio con fuerza entre esas manitas morenas con uñas crecidas y yemas ennegrecidas.
Bebe de golpe, cerrando los ojos. Se oye voraz en los acelerados tragos. La avidez le hace escapar un hilillo del líquido que se desliza por las comisuras.
EL vaso ha quedado vacío.
Lo mira como esperando ver resurgir la bebida para repetir hasta la saciedad el grato momento , y luego me lo regresa sin palabra alguna.
Entiendo: un poco más no estaría mal.
Lo invito a pasar, lo dirijo hacia la cocina: le ofrezco una silla, le sirvo otra copa, agrego hielo y lo contemplo llena de preguntas: ¿Qué hace este niño? , ¿Dónde vive? ¿Con quién? ¿Cuántos años tiene? ¿Llora? ¿Ríe? ¿Come todos los días? ¿Hay alguien que se ocupe de él, que le cuente un cuento, le remonte un barrilete, le hable de hadas y caballeros andantes?
Las preguntas quedaron en mi mente.
EL niño apuró otra vez el contenido del vaso, se limpió los labios con el dorso de su brazo y salió de la silla.
Me miró desde un pozo profundo, desandó el camino hacia la puerta, y salió sin darse vuelta, chicando hacia la avenida. En la esquina, le surge desde adentro una expresión sonora y aguda mientras me dedica, supongo, el salto más alto, y luego se pierde entre algunos autos que avanzan.
Y esa soledad íntima que yo sentía se licua en mis venas.
Estas cosas pequeñas de todos los días caben en un puño y son todas mías: esa hoja tan verde, ese grillo que canta, esa piedra diminuta, un escaramujo seco, aquél colibrí detenido, la gota del rocío , - tal vez - , la nube que pasa…
Y esa expresión sonora y aguda
El sol incendia las paredes en enero. Metálicas, las calles hierven al son de las chicharras. La siesta se acuesta sobre un banco de arena, expandiendo un sopor que pesa sin pausa.
Enero en el hemisferio Sur. 43° grados de calor a la sombra. Sensación térmica de sofoco insoportable. Un niño en harapos, piojoso y moquiento golpea a la puerta pidiendo agua fresca.
Desconociendo las reglas de la buena salud, le alcanzo un vaso enorme y burbujeante de bebida cola con tres cubos de hielo que hacen transpirar la copa.
Le brillan los ojos al niño que aferra mi obsequio con fuerza entre esas manitas morenas con uñas crecidas y yemas ennegrecidas.
Bebe de golpe, cerrando los ojos. Se oye voraz en los acelerados tragos. La avidez le hace escapar un hilillo del líquido que se desliza por las comisuras.
EL vaso ha quedado vacío.
Lo mira como esperando ver resurgir la bebida para repetir hasta la saciedad el grato momento , y luego me lo regresa sin palabra alguna.
Entiendo: un poco más no estaría mal.
Lo invito a pasar, lo dirijo hacia la cocina: le ofrezco una silla, le sirvo otra copa, agrego hielo y lo contemplo llena de preguntas: ¿Qué hace este niño? , ¿Dónde vive? ¿Con quién? ¿Cuántos años tiene? ¿Llora? ¿Ríe? ¿Come todos los días? ¿Hay alguien que se ocupe de él, que le cuente un cuento, le remonte un barrilete, le hable de hadas y caballeros andantes?
Las preguntas quedaron en mi mente.
EL niño apuró otra vez el contenido del vaso, se limpió los labios con el dorso de su brazo y salió de la silla.
Me miró desde un pozo profundo, desandó el camino hacia la puerta, y salió sin darse vuelta, chicando hacia la avenida. En la esquina, le surge desde adentro una expresión sonora y aguda mientras me dedica, supongo, el salto más alto, y luego se pierde entre algunos autos que avanzan.
Y esa soledad íntima que yo sentía se licua en mis venas.
Estas cosas pequeñas de todos los días caben en un puño y son todas mías: esa hoja tan verde, ese grillo que canta, esa piedra diminuta, un escaramujo seco, aquél colibrí detenido, la gota del rocío , - tal vez - , la nube que pasa…
Y esa expresión sonora y aguda
miércoles, 9 de octubre de 2013
Yo tengo las palabras que quiero
Guardadas en una especie de talega
Las fui almacenando cada vez
Que salía de caza a por ellas
De vez en cuando las ventilo
Las bato al aire y las cuelgo
En algún verso bien hallado
o devenido en contramano.
Palabras que suelto con cuidado
Que ascienden como palomas hacia el cielo
O regresan cual golondrinas en verano
O hienden su filo más hiriente
En mi corazón, el mismo
Que las templa
Las bruñe
Las perfila
Las mantiene vigentes cada día
Imagen
domingo, 6 de octubre de 2013
En la calles, los árboles babeaban gotas heladas y el césped irisaba cristales que más tarde se disolverían expuestos a la débil luz solar.
Una línea azulina se filtraba por entre las hojas achicharradas y se descomponía en fragmentos del arcoiris en cada gota congelada.
Salí valientemente a la calle, a buscar el pan crocante para el desayuno.
El frío me entró como un puñal hasta el más recóndito rincón de mis pulmones, mientras el escaso retazo de piel que no cubría mi bufanda sentía un atemporal bochorno. El aire de frío bajo cero, quemaba.
Me divertía el desafío de mi respiración. Y el chorro gaseoso simulando una bocanada de humo que salía de mi boca y de la nariz.Al volver a inspirar, unas gotitas húmedas quedaban en el piso del extremo.
Pasé frente a una vidriera y repetí el gesto de mirarme. Gesto antiguo de coquetería acostumbrada, que con el paso de los años había conservado. Aunque ahora, la corva de la espalda comenzaba a notarse, y a veces bastaba mirarme para cambiarme el humor.
Esa mañana, apenas si de reojo traté de reconocerme y heché culpa al excesivo abrigo que me había superpuesto.
El aroma del pan crujiente me recordó al del café calentito que bebería en cuanto regresara a casa.
Sentía los pies helados. Las botas no me protegían lo suficiente de la travesura irresistible por la cuál, cuando niña me gané muchos regaños:me encantaba sentir bajo mis pies cómo se quebraba la solidez de algún charco.
Mientras hacía mi camino diario, ví a un cachorro tiritando. Me dio pena.Sin embargo seguí de largo.
La panadería vivía el bullicio de la clientela que se saludaba mientras hacía algún comentario por el temporal del día anterior.Habían refugiado a varias familias indigentes en los vagones del ferrocarril y estaban haciendo una colecta para llevar ropas, comida y remedios.
Luego de colaborar- pues me pareció lógico el pedido- se me presentó la imagen del perrito atherido.
Tomé con las dos manos mi bolsa con el pan recién sacado del horno sintiendo cómo mis dedos perdían su rigidez y el calor me entraba confortándome al menos las extremidades superiores.
Salí decidida a recoger al animalito abandonado con una especie de reproche interno por no haberlo hecho antes.
Al doblar la esquina, un viejecillo de esos que piden monedas a la salida de los templos, lo tenía en sus brazos; se había sacado sus harapos y con ellos lo abrigaba.
Quede contemplando aquél enternecedor cuadro. Ví cuando el viejo contaba sus escasas monedas cercano a unas de las vidrieras. Entró al bar de la esquina, trajo un vaso de leche que supuse tibia, la depositó en el suelo, y acercó al animal para que la bebiera.
Luego de un rato que pasó sobando el lomo del animal, lo hizo corretear tras de sí, y se alejó con él...
Me quedé desde donde estuve en el principio, mirándolos,ambos alejarse con sendos chorros de aliento humoso que salían de sus bocas, cuidándose mutuamente.
Cuando tomé por fin la decisión de volver a casa, el pan se había enfriado.
Pensé si mi corazón no se estaría enfriando como esos bollos que llevaba dentro de la bolsa de papel estraza.
Una línea azulina se filtraba por entre las hojas achicharradas y se descomponía en fragmentos del arcoiris en cada gota congelada.
Salí valientemente a la calle, a buscar el pan crocante para el desayuno.
El frío me entró como un puñal hasta el más recóndito rincón de mis pulmones, mientras el escaso retazo de piel que no cubría mi bufanda sentía un atemporal bochorno. El aire de frío bajo cero, quemaba.
Me divertía el desafío de mi respiración. Y el chorro gaseoso simulando una bocanada de humo que salía de mi boca y de la nariz.Al volver a inspirar, unas gotitas húmedas quedaban en el piso del extremo.
Pasé frente a una vidriera y repetí el gesto de mirarme. Gesto antiguo de coquetería acostumbrada, que con el paso de los años había conservado. Aunque ahora, la corva de la espalda comenzaba a notarse, y a veces bastaba mirarme para cambiarme el humor.
Esa mañana, apenas si de reojo traté de reconocerme y heché culpa al excesivo abrigo que me había superpuesto.
El aroma del pan crujiente me recordó al del café calentito que bebería en cuanto regresara a casa.
Sentía los pies helados. Las botas no me protegían lo suficiente de la travesura irresistible por la cuál, cuando niña me gané muchos regaños:me encantaba sentir bajo mis pies cómo se quebraba la solidez de algún charco.
Mientras hacía mi camino diario, ví a un cachorro tiritando. Me dio pena.Sin embargo seguí de largo.
La panadería vivía el bullicio de la clientela que se saludaba mientras hacía algún comentario por el temporal del día anterior.Habían refugiado a varias familias indigentes en los vagones del ferrocarril y estaban haciendo una colecta para llevar ropas, comida y remedios.
Luego de colaborar- pues me pareció lógico el pedido- se me presentó la imagen del perrito atherido.
Tomé con las dos manos mi bolsa con el pan recién sacado del horno sintiendo cómo mis dedos perdían su rigidez y el calor me entraba confortándome al menos las extremidades superiores.
Salí decidida a recoger al animalito abandonado con una especie de reproche interno por no haberlo hecho antes.
Al doblar la esquina, un viejecillo de esos que piden monedas a la salida de los templos, lo tenía en sus brazos; se había sacado sus harapos y con ellos lo abrigaba.
Quede contemplando aquél enternecedor cuadro. Ví cuando el viejo contaba sus escasas monedas cercano a unas de las vidrieras. Entró al bar de la esquina, trajo un vaso de leche que supuse tibia, la depositó en el suelo, y acercó al animal para que la bebiera.
Luego de un rato que pasó sobando el lomo del animal, lo hizo corretear tras de sí, y se alejó con él...
Me quedé desde donde estuve en el principio, mirándolos,ambos alejarse con sendos chorros de aliento humoso que salían de sus bocas, cuidándose mutuamente.
Cuando tomé por fin la decisión de volver a casa, el pan se había enfriado.
Pensé si mi corazón no se estaría enfriando como esos bollos que llevaba dentro de la bolsa de papel estraza.
domingo, 28 de abril de 2013
Entre Córdoba y Corrientes
Atravesada por emociones venidas desde distintos sentidos estoy con la voz detenida en la garganta y a punto de un sollozo...
Me atrapa la soledad de la siesta recordando mi tierra querida y sus gentes. Y vivo con un anhelo incierto de volver a vivir momentos que ya fueron.
Me desmorono sobre un dolor callado, de resignación.Y sé que mis horas inmolan sueños perdidos entre rumores de un río caudaloso y campanadas de un día que se desmaya allá por el poniente litoral.
Nada me encadena y todo me ata: que se entienda.
Yo elijo este cielo y este norte, este recoveco acuático y este suelo, porque en este norte, en este recoveco acuático y en este suelo, transitan las vidas que he puesto
Imagen:Enrique Mato
https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Henrique_Matos_2006_Viagem_ao_infinito_01.jpg
Me atrapa la soledad de la siesta recordando mi tierra querida y sus gentes. Y vivo con un anhelo incierto de volver a vivir momentos que ya fueron.
Me desmorono sobre un dolor callado, de resignación.Y sé que mis horas inmolan sueños perdidos entre rumores de un río caudaloso y campanadas de un día que se desmaya allá por el poniente litoral.
Nada me encadena y todo me ata: que se entienda.
Yo elijo este cielo y este norte, este recoveco acuático y este suelo, porque en este norte, en este recoveco acuático y en este suelo, transitan las vidas que he puesto
Imagen:Enrique Mato
https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Henrique_Matos_2006_Viagem_ao_infinito_01.jpg
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